Para situarnos en el tiempo, una vez más hemos de volver a los primeros años de la década de los 50.
En el entorno familiar donde me crié, las comidas de cada día creo no eran ni mejor ni peor que las de cualquier familia pobre de aquellos tiempos. Al comparar, puede que fuesen incluso más escasas, debido a la situación precaria que tuvimos que vivir. Recuerdo los tan repetidos cocidos de garbanzos con un trozo de tocino añejo y, cuando se podía, de forma excepcional, algún que otro guisado de patatas con morcilla lustre, cazón o raya que vendía Marcos, el pescadero, hombre grueso y de aspecto bonachón.
Para hablar del gallo con arroz había que esperar la llegada de la Navidad. El jamón, yo escuchaba de muy pequeño que existía, pero como algo inalcanzable, mítico mas bien. Se comentaba que algunos los habían visto colgados en los techos de las casas de los pudientes…Pero nada más.
Pues tendría ocho o diez años y resulta que, en una ocasión me llevó mi madre a Rosal de la Frontera (no se el motivo), posiblemente con ocasión de visitar a mis tíos que, aunque marochos, vivían en un una finca cercana a ese pueblo (algo así como nuestra Contienda).
El regreso, después de pasar varios días con ellos, lo hicimos en un viejo autocar que nos trasladó desde El Rosal hasta El Repilado, donde deberíamos coger el tren que, procedente de Huelva nos llevaría hasta la estación de La Nava, para seguir en bestias hasta Encinasola, después de que nos recogiese mi abuelo.
Recuerdo que estuvimos varias horas esperando el tren. Como el tiempo se hacia interminable y se acercaba la hora de la comida, sentados en un viejo banco de madera del anden, abrió mi madre un “mochilo” sacando un trozo de pan y una tortilla. Al desenvolver igualmente un papel de estraza, vimos con sorpresa que contenía algo que no era normal. Mi madre, aunque también sorprendida, aclaró que se trataba de un pequeño trozo de jamón que la tía Catalina nos había preparado para el viaje, pues ellos, al vivir en el campo habían podido engordar un cerdo para su “matanza”.
Fue tan grande la ilusión que me hizo ver y probar el jamón por primera vez, (estaba buenísimo), que es uno de los pequeños recuerdos de mi vida que, aunque insignificante, he guardado siempre.
Pero como aquello fue una excepción irrepetible, tuvieron que pasar muchos, muchos años más hasta que volví a comerlo de nuevo. Creo que incluso se me había olvidado ya su sabor.
J. M. Santos
(Para nostálgicos)
En el entorno familiar donde me crié, las comidas de cada día creo no eran ni mejor ni peor que las de cualquier familia pobre de aquellos tiempos. Al comparar, puede que fuesen incluso más escasas, debido a la situación precaria que tuvimos que vivir. Recuerdo los tan repetidos cocidos de garbanzos con un trozo de tocino añejo y, cuando se podía, de forma excepcional, algún que otro guisado de patatas con morcilla lustre, cazón o raya que vendía Marcos, el pescadero, hombre grueso y de aspecto bonachón.
Para hablar del gallo con arroz había que esperar la llegada de la Navidad. El jamón, yo escuchaba de muy pequeño que existía, pero como algo inalcanzable, mítico mas bien. Se comentaba que algunos los habían visto colgados en los techos de las casas de los pudientes…Pero nada más.
Pues tendría ocho o diez años y resulta que, en una ocasión me llevó mi madre a Rosal de la Frontera (no se el motivo), posiblemente con ocasión de visitar a mis tíos que, aunque marochos, vivían en un una finca cercana a ese pueblo (algo así como nuestra Contienda).
El regreso, después de pasar varios días con ellos, lo hicimos en un viejo autocar que nos trasladó desde El Rosal hasta El Repilado, donde deberíamos coger el tren que, procedente de Huelva nos llevaría hasta la estación de La Nava, para seguir en bestias hasta Encinasola, después de que nos recogiese mi abuelo.
Recuerdo que estuvimos varias horas esperando el tren. Como el tiempo se hacia interminable y se acercaba la hora de la comida, sentados en un viejo banco de madera del anden, abrió mi madre un “mochilo” sacando un trozo de pan y una tortilla. Al desenvolver igualmente un papel de estraza, vimos con sorpresa que contenía algo que no era normal. Mi madre, aunque también sorprendida, aclaró que se trataba de un pequeño trozo de jamón que la tía Catalina nos había preparado para el viaje, pues ellos, al vivir en el campo habían podido engordar un cerdo para su “matanza”.
Fue tan grande la ilusión que me hizo ver y probar el jamón por primera vez, (estaba buenísimo), que es uno de los pequeños recuerdos de mi vida que, aunque insignificante, he guardado siempre.
Pero como aquello fue una excepción irrepetible, tuvieron que pasar muchos, muchos años más hasta que volví a comerlo de nuevo. Creo que incluso se me había olvidado ya su sabor.
J. M. Santos
(Para nostálgicos)
J. María, Nos ha gustado la historia del jamón, a mi marido le paso algo parecido en Cumbres, ave si me lo quiere contar y lo pongo, estas cosas ahora gusta de recordarlas, a mi me paso la primera vez que vi un plátano yo tenia 7 años ya os lo contare, saludos, Isabel.
ResponderEliminar¿ Que exagerao? J.M. Nuestros nietos no se lo creen, como tenemos fama de aumentar las cosas, cuando cuentas algo se rien y dicen que exajeramos, como ellos no le ha faltado, no lo comprenden, pero es la verdad. Faustino
ResponderEliminarJ. Maria, muy gráfica de aquellos tiempos la história del jamón. Un gran manjar que no estaba al alcance de cualquiera. Por suerte esos tiempos ya pasaron y ahora es fácil disfrutar de su rico sabor.
ResponderEliminarSaludos.
Carmen
José María, yo si recuerdo el sabor del jamón, pues la madre de La Isabel de Los Reyes, siempre me daba para merendar alguna "llazquita". Y que bueno estaba..
ResponderEliminarBonito relato,
Un abrazo.